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Veure La Barcelona de Méndez en un mapa més gran
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Raval

Prostituta barcelonesa entre 1958-61.
 Foto de Joan Colom
«La madrugada ya había dejado desierta la calle Nueva cuando Méndez entró en la comisaría. Las madrugadas del viejo Barrio Chino ya no son lo que antes eran, ya no significan calles llenas de gente, bares que parecían trabajar en plan de barra libre, casas de mujeres constituidas en centros de promoción cultural y hoteles llenos de clientela importante, de forasteros llegados de sitios tan lejanísimos como Carabanchel, Ocaña y Puerto de Santa María. Ahora, mientras Méndez se deslizaba como un fantasma por el portal, las calles del distrito estaban desiertas, los hoteles casi vacíos, sin una pareja y sin una luz, los bares convertidos en velatorios al gin. Para que nada faltase, las grandes mujeres de otro tiempo, que arrastraban legiones de hombres hacia la más confortable perdición, ahora se limitaban a arrastrar por la cadena a un perro salchicha.
Fuese porque faltaba dinero o porque faltaba la vieja alegría que tapa las penas, solía pensar Méndez, aquel sector ya no era el mismo. Incluso él solía relajar la vigilancia, ya que los cuatro flipados que acostumbraban a dormitar en los portales eran gente conocida, eran casi como sus hijos».

La dama de Cachemira  


«Allí conocía a todos los que habían dormido en la cárcel alguna vez y a todos los que dormirían en ella el día de mañana. Además, en muchos casos, la tradición venía de familia, porque el abuelo, el hijo y el nieto, habían dormido en la misma celda, sucesivamente. Lo que pasaba era que el abuelo había ido allí por luchador comunista, y el nieto por maricón pesetero. “Se ve que la ciudad crece”».

Méndez 


«Méndez anduvo como siempre hacia las profundidades del Raval. La única tierra tan peligrosa –según él- como para haber estado entre dos murallas. En efecto, la muralla medieval de Barcelona, la de Jaime I, que terminaba en el lado izquierdo de la Rambla bajando hacia el mar, no fue derribada cuando se alzó la muralla moderna, la de la ronda de San Antonio (y sus prostíbulos), la de la ronda de San Pablo (y sus cárceles para ejecutar la muerte del garrote vil), y la de Atarazanas (y sus cafés, sus tocadores del dos, sus aventureras de quince años y sus especialidades del francés a la menta)».


Botiga al Raval
«Hay casa, sobre todo en el barrio barcelonés del Raval, el viejo Barrio Chino, que están siendo pulverizadas por la piqueta. Quedan entonces al descubierto, en las que fueron paredes maestras, las baldosas de la antigua cocina, los garabatos que dibujó la nena en el comedor, las marcas de la cama donde papá y mamá se ve que hicieron maravillas. Queda la sombra de un mundo que estuvo lleno de vida, de sacrificio, de pecado y esperanza, y que ahora está envuelto en dos cosas: el silencio y un decreto municipal».

El pecado o algo parecido 


«Ramblas abajo, el coche que despierta la admiración de los entendidos, las mujeres de los bares que lo traducen en pesetas y en camas, vaya chorizo guapo que ha elegido la mala puta esa. El Café Venezuela, que ya cerró, largas noches de otro tiempo, el Big-Ben, que en cambio aún tiene penumbras y culos, la iglesia de Santa Mónica, la entrada a las viejas gargantas del distrito, el Bar Pastís, rebelín hecha canciones y frases susurradas donde Josep Maria Espinàs se negaba a ver su Cataluña meticulosamente destruida».

Crónica sentimental en rojo  





«Ya no es lo que era: han abierto una avenida, se han inaugurado tiendas de productos desnatados, se han ido las madames y han venido los dentistas. Ya ni siquiera lo llaman Barrio chino. Y es que el país ha perdido la seriedad, amigo Méndez. Las viejas rameras que le contaban a usted su vida han muerto , han vuelto a sus pueblos, se han casado en el ayuntamiento con una compañera de profesión o son diputadas del Congreso. El mundo cambia, Méndez, y usted debería dejar de creer en cosas en las que ya no cree nadie».

Una novela de barrio 


«La esquina de La Buena Sombra, callejón angosto y un poco misterioso, como conducto confidencial de mujer, donde un día se alinearon bellezas remotas ya sustituídas por el último café, el último precio, la última mueca de sus herederos directos. El monumento a Pitarra, insigne dramaturgo a quien el celo municipal situó, sic transis gloria mundi, en el invernadero de culos más importante de Espanya. La calle de Fernando, última burguesía fin de siglo, calle resta hasta la Generalitat, ruta obligada de presidentes, de joyeros, de oficinistas y de mujeres rigurosamente adultas que se buscan la vida en esa última frontera del vicio. Más arriba nada, más arriba el gran desierto de la ciudad que duerme a horas fijas, con sus oasis de sillas vacías y de sus quioscos de libros que ya ni siquiera abren durante toda la noche. “Mira, Richard, ahí está el viejo hotel Continental, donde mi padre tenía una habitación y una tertulia que acababa con chicas desnudas y muertas de sueño a las cinco de la madrugada”».

Crónica sentimental en rojo 

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